La fijación de sus ojos, la concentración transmitida a los dedos y el sonido de la guitarra eran mi escalera hacia el cielo. Podía cerrar los ojos y volar. No necesitaba nada más. A veces me cantaba con voz desgarrada y yo me perdía en el movimiento de sus labios, en cada exhalación. El terciopelo envidiaría el tacto de su piel. Y sigo pensando que mi único paraíso es aquel, y que el cielo está en cualquier lugar donde esté él.
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